Un grupo de teatro amateur retornaba a los ensayos tras el verano y abrían sus puertas a nuevos miembros. Fui a ver qué tal se lo montaban por si me interesaba unirme o no.
El director me saludó efusivamente y me contó un poco por encima la dinámica del grupo. La cuota era algo más de lo que me podía permitir en ese momento, pero ya que estaba, me quedaría a ver el percal. Al fin y al cabo, si me acababa gustando de verdad, se convertiría en el estímulo definitivo para hallar un empleo, y así poder estar ahí. Se me presentaron un par de personas más, todas muy agradables, y subí escaleras arriba. En el piso superior, el director me abordó de nuevo, y comenzó el infierno. Me tanteó con preguntas. Preguntas completamente normales sobre mis experiencias y expectativas, aunque en ese momento me pillaron bastante en frío. No era uno de mis días espontáneos. De camino a la sala de ensayos, fui respondiendo como pude, porque tampoco quería entretener demasiado al dire; siempre he creído que en un ensayo, las charlas para después. Se me acercaba mucho. Deseaba alejarme unos centímetros para no ver tan grande su rostro, pero se me acercaba otra vez. No es que me diera asco, sino que debía forzar la vista para enfocarle adecuadamente la cara y eso me desconcentraba aún más. El pasillo, realmente corto, se estaba haciendo interminable. En algún punto de la conversación parece que me creyó un mentiroso, porque preguntó de nuevo si había hecho teatro antes. Mi cara inexpresiva le ejercía el influjo de una falsa prueba. Intentaba avanzar poco a poco al salón, pero él se me detenía casi delante. Me hablaba como si no tuviera ni idea. Me hacía sentir como en un juicio en el que no existe la presunción de inocencia.
— Sinceramente, es que no te veo dentro del grupo. Me parece como que pones un muro entre tú y yo, y el teatro es de contacto.
Parecía tener la extraña idea de que para interpretar personajes alegres y vivarachos tienes que comportarte como un fumador de crack las 24 horas. Traté de ser diplomático, pero cuanto mejor transformaba mis verdaderos pensamientos en palabras, menos me entendía. Yo lo que quería era, tras una hora de viaje y un rato esperando al sol, entrar a la sala con los demás, sentarme, embeberme del ambiente, y luego ya lo que sea. Pero era como cuando te dejas las llaves dentro de casa: no podía estar emocionado porque aún no sabía si me interesaba de verdad estar con ellos. Si hubiera sido un trabajo fijo, quizá me habría tomado cuatro cafés cargados para verme agitado. La gente suele creerse eso de que agitado es lo contrario de deprimido.
Me acompañó abajo, a la puerta. Como tardaba en abrir el cerrojo, tuve tiempo de recurrir a la "analogía Máximo Pradera":
— Esta situación es como si me dices: tienes dos minutos para dibujar una casa; y a los diez segundos me dices que ya.
— ¿Sabes qué? Te voy a dar una segunda oportunidad. —¿Y ahora sí? ¿Pero esto qué es?
Vio que no subía disparado tarareando Abba con apasionada determinación, y volvió a la carga.
— ¿Ves? Si es que no te veo seguro.
Joder, ¿cómo voy a sentirme seguro si tengo que montarte una escena para cruzar un pasillo de tres metros?
Al final entré porque también llegó un amigo.
Ya despidiéndonos, no había ningún rencor con el director, incluso me regaló un "ya sabes donde estamos". Pero vamos, la de singulares personalidades que se habrá perdido el grupo por la Esfinge de la puerta. Hace años me hubiera caído mal este hombre, pero con el tiempo estoy aceptando que no todo el mundo utiliza la misma lógica que yo, y que lo que para mí es algo de cajón y perfectamente natural, para otro puede ser una irregularidad, un fallo en matrix, una amenaza a su estabilidad mental. Y viceversa.
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