Estaba de misión nocturna y me entraba hambre. Avanzando a través del bosque etéreo accedía al jardín de mi anciana amiga A. B., que en la vida real tiene el chalet vallado. Me quitaba toda la ropa para poder entrar, para poder ver la puerta de la cocina al jardín abierta, y la luz encendida. No dudé en hacerlo, lo que me sugiere que era capaz de moverme a través de las distancias por el bosque etéreo, pero que para entrar en un confinamiento cerrado por la voluntad de una persona, debía despojarme de toda sustancia no sutil. Empezaba a mirar qué podría comer, cuando escuché un ruido: A. B. se acercaba. Por muy fantasmal que yo fuera, tenía la seguridad de que ella podría verme así, desnudo. Corrí al exterior, dándome tiempo tan solo a sentarme agazapado contra el depósito de agua detrás de las sábanas tendidas. Ella no salía, pero yo permanecía quieto, porque sabía que había advertido mi presencia. Apareció un policía y un par más de rastreadores, que entraron en la cocina un instante y, buscándome, pasaron por delante de mí dos veces. Si me quedaba quieto, nadie me podía ver. Se marcharon. Yo también, cogí mi ropa tirada al fondo del jardín y volví al bosque etéreo.
Una teleserie policíaca.
Éramos un grupo de detectives que en cada capítulo buscaba un vaso de cristal que un ladrón escondía. En éste, acorralábamos al ladrón en su cubículo, mirando su mesa de objetos reunidos. ¿Dónde está el vaso? Tacháaan, la cámara se marcaba de repente un plano cenital: ¡toda la habitación era el vaso!
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