martes, 1 de mayo de 2012

El rincón de la barra

Como el sol me da sueño, he acabado escribiendo de noche. Lo lógico hubiera sido escribir sobre la mesa de mi dormitorio, en vez de llenarla de discos y de camisetas planchadas. Pero debido a neurosis hereditarias, mi casa está específicamente diseñada para distraer. Lo más parecido que he podido encontrar a un Rincón, a una Cueva del Escritor, ya no existe como tal.

A mediados del 2010, unos amigos me hicieron entrar más allá del umbral de cierto bar de copas. Se accedía por unas escaleras que doblaban hacia abajo. Era como Cheers pero con música de los Doors. Era Choors. Las puertas de los aseos, en vez de llevar unos letreritos de caballero y señora, tenían pegados un cilindro largo y una tuerca de gran diámetro. Acabaron añadiendo letreros menos metafóricos porque los borrachos no estaban para sutilezas, pero fue uno de los detalles que me enamoró. Si hubiera sido un bar más, al terminar el mundial del Waka Waka no me hubieran vuelto a ver. Pero además las dueñas eran la simpatía y la inteligencia del pueblo, y un acuerdo común permitió que pudiera pasar allí unas horitas cada noche, con un cuenco de frutos secos y mi capuccino, a cambio de unos recados.

En el rincón más profundo de la barra, bajo una bombilla de tungsteno que amenazaba con dejarme ciego a largo plazo, me pude permitir un hábito creativo. Más tarde me dejaron una mesita aparte para poder liberar la barra los viernes y sábados: en comparación con los días entre semana, aquello era un subanestrujenbajen. Un sábado, en pleno concierto, me levanté de la mesita hacia el baño. Como siempre, me maravillé ante los símbolos metálicos de las puertas. Al regresar, un grupo de fiesteros disfrazados del final de la Segunda Guerra Mundial habían dejado sus chaquetones yeyé encima de mis hojas. No me enfadé, porque ¿qué hacía un veinteañero escribiendo en un bar de copas en vez de contrayendo comas etílicos? O quizá no me lo tomara a mal porque estaba concentrado y lo que no fueran mis esquemas pasaba a ser estática. También muchas veces me preguntaban si estaba copiando lo que decían. ¡Por favor! ¡Qué mala fe! ¡Si transcribiera tus conversaciones ni lo sospecharías!

En fin, tras varios meses siendo medio Murakami, se me acabó el chollo. Las dueñas traspasaron el negocio a otra persona, que tenía dos caras. Nunca supe si la auténtica era la que mostraba una sonrisa a todos, o la que me enseñó los dientes en un encuentro sin amigos delante. No volví a esa Cueva. Desde entonces, he traído a este mundo creaciones que me agradan más que las de aquella época, pero a costa de llevar dos años sin conseguir un hábito regular.

—¿Y por qué no escribes aquí en la biblioteca?
—¡Sshhhhh!

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