sábado, 8 de mayo de 2010

"El Cantero Olvidado" (cuento)

[Con este relato breve gané el II Concurso de Narración “Nuestros Queridos Canteros”, de Alpedrete.]


Al caer la medianoche, el Cantero despertó. Su cuerpo era todo de metal. Intentó soltar el botijo que llevaba en una mano, pero descubrió que formaba parte de sí mismo, como una continuación de su mano, imposible de abrir. Salió del centro de la rotonda donde había abierto los ojos. Alrededor de la rotonda el pavimento era de piedra, pero un poco más allá, el asfalto era ley. Tardó un poco en reconocer en qué lugar estaba, pero caminando llegó enseguida a lo que reconoció vagamente como el casco urbano del pueblo que le vio nacer. Algunos edificios habían desaparecido de su emplazamiento, formando bocas para otras calles. Otros habían crecido tanto que el Cantero se asustaba a la vuelta de cada esquina.

Cuando ya alcanzaba la zona más próxima a las canteras que él mismo contribuyó a crear, se detuvo a su lado un vehículo grande que emitía luces destelleantes:
– Buenas noches, caballero.
– Hola... – se sorprendió el Cantero hablando, pues no se había dado cuenta de que a cada paso, su cuerpo se había ido convirtiendo en uno de carne y hueso, totalmente humano.
– ¿Se encuentra bien?
– Sí... sí.
– ¿Está seguro? ¿Vive usted por esta zona? – Había caído en un mundo insistentemente protector, pero no era lo que necesitaba en ese momento.
– Más o menos...
– ¿Quiere que le acompañemos a su casa?
– No, gracias, necesito pasear antes de irme a dormir.
– Como quiera. Buenas noches.
– Gracias, adiós.

El coche titilante prosiguió su ronda: primero marchando muy lento, como si aún esperasen del Cantero alguna señal de auxilio o de burla, y finalmente acelerando después de pasar la curva.

Tras esta interrupción, el Cantero se adentró en la espesura, rumbo a las canteras, lo único que juzgaba imperturbable en ese mundo voluble. Iluminado por la luna llena, buscó e inspeccionó cada una de las que conocía. La mayoría había sido pintarrajeada por artistas de exóticos nombres, que por todas partes estampaban unas firmas pertenecientes a una obra que él era incapaz de ver. Para retener sus lágrimas, se hizo creer que no la veía por ser de noche. Vio que desde que abandonó el oficio y poco después falleció, las canteras no habían prácticamente crecido. La tradición murió con él.

De repente, sintió que su paseo había terminado. Regresó al pueblo a través de los estrechos senderos que él y sus compañeros abrieron en su día entre la maleza, y se dirigió de nuevo hacia su rotonda. Poco a poco, sus movimientos le fueron pesando; sus articulaciones, anquilosando; sus pisadas, sonando a metálico. Alcanzó el empedrado de la rotonda en cuyo centro quedaría de nuevo confinado, sujetando por siempre su botijo vacío. Pero no entró. No sabía por qué había regresado a la vida aquella noche, tantos años después, pero no quería volver a experimentar aquella profunda melancolía. Se quedó a unos metros de la rotonda, en medio de la carretera. Poco antes del amanecer, el vehículo de los destellos apareció, avisado por un grupo de conductores furiosos que casi atropellan la estatua.

– Ya decía que me sonaba de algo – dijo uno de los policías.

Al día siguiente, fue el ayuntamiento el que se movió. El Cantero y su botijo fueron refundidos en una nueva escultura: era él de nuevo, más grande y detallado, pero sus arrugas eran más amables, de sus labios surgía una sonrisa, y sus piernas colgaban del risco más alto de la cantera más profunda, donde la estatua había sido reubicada. Ahora no sería una escultura tan vista por cualquier visitante al que la rotonda le viniera de paso al azar, sino una fuente de sorpresas para el explorador no avisado que, curioseando en la foresta, de algún modo, retomaba el relevo de la antigua actividad. Así, sentado junto a un botijo que en cada llovizna se llenaba de agua fresca hasta rebosar, en ninguna otra noche sufrió de nuevo el Cantero por existir en un mundo en el que ya no era útil. Ahora sonreía, descansado, contemplando orgulloso un trabajo bien hecho, hasta que el sol le devolvía la sonrisa al amanecer.


FIN

Víctor Pintado
2 febrero 2010

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