Una vez en la plaza, vi otro perro atado a un macetón seco mientras su amo desayunaba churros enfrente. Era un perro mediano pero robusto, de pelaje blanco y cuidado. Se le veía sereno; un poquito aburrido, pero acostumbrado a esperar delante de la churrería. Nada que ver con el perro enano de antes. Eso me recordó que ahora estaba justo debajo del Coloso. Alcé la vista y distinguí sus boloncios colgando. No me extraña que los humanos prefiramos no verlos.
sábado, 12 de noviembre de 2011
Coloso cenando al amanecer
Hacía mucho que no salía a pasear al amanecer. Al cruzar la esquina que da al parque, me llamó la atención el amplio espacio de cielo nublado sobre la plaza. Por un mero instante, distinguí algo en el vacío del paisaje. Utilicé mi imaginación para darle una forma en mi mente. Era un gigante invisible al otro lado del parque, tan alto como un edificio de trece pisos. Era peludo y corpulento, y parecía estar desnudo. Su piel tenía un tono aceitoso. Probablemente me basara en el Coloso de Goya. Aunque permanecía de pie, se agachaba constantemente a recoger con la mano algo que se llevaba a la boca, como si comiera de una fuente de dátiles. Presentí que esta era su cena. Era una visión algo incómoda, asi que cegué momentáneamente mi imaginación. Sin embargo, cuando dejé de centrarme en visualizar este ser, sentí la presencia de muchos más, repartidos a cada poca distancia. No los quise ver. En su lugar, me dejé distraer por un perrito negro y paranóico que me empezó a ladrar sin provocación aparente. No le quería molestar, pero me apetecía cruzar el parque por enmedio y no di ningún rodeo. Me siguió ladrando. Se puso a mear en uno de los aparatos gimnásticos para mayores. ¡Tshhh, tshhh!, le chisté para que dejara de ensuciarlos. ¡Guá, guá! Vale, vale, adiós...
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