En mi dormitorio hay poca decoración. La mitad del cuarto está repleta de libros y cosas. El resto procuro tenerlo libre. Lo único que cuelga en ese área vacía de mis dos paredes libres es: un calendario, y el cartel de la Feria del Libro de Navas del Rey que me diste. En aquel evento conocí a Rocío Ordóñez, que me metió al clan de los LápizCero. Fue un día muy especial para mí. Una vez estuve en casa, sentí un verdadero gozo por este amor común por la literatura (y todo lo que implica) que compartí con tanta gente, ahora imprescindible para mí. Tanto gozo, que quise asegurarme de que no lo olvidaría. Tenía en mis manos el cartel, que decía: “IV Feria del Libro Sierra Oeste de Madrid”, y la fecha. Con la imprevista magia de unas tijeras, recorté el palote del cuatro romano, y también la fecha en la que se celebró esa edición. Desde entonces, en la pared de mi cuarto que da al norte, luce el cartel de la “V” Feria del Libro... Cada vez que pierdo mi norte, miro hacia él y veo lo que se celebrará de nuevo en menos de un año. Vuelvo a sentir el calor del sol en mi brazo, colándose por la ventanilla del autocar que lleva a Navas. Me impulsa a dar mi máximo esfuerzo para poder un día subir al escenario y decir: «
sí, yo me he tirado todo este tiempo dándolo todo con el boli... ¡y podéis comprar mi libro por un precio realmente competitivo! ¡Lo estamos dando, lo estamos regalaanndoooo!»
Pero ese gozo viene a ser un mero síntoma de un veneno que ya albergaba en mi interior. Lo que me faltaba era reafirmarme en mi fe. Considerarme tan válido para escribir como J. M. Gisbert, cuando me dio la mano como un rey a un duque.
La pólvora ya la tenía, y en cantidades industriales.
Gracias por la chispita.
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