Anoche estaba en la cama leyendo tan tranquilo, cuando una araña se descolgó sobre mi almohada. La aplasté, pero esta mañana me picaba la cabeza. Imagino entre mis cabellos a millones de larvas boqueando como peces que se ahogaran. El champú habrá arrastrado a la mayoría, pero quedarán los ejemplares más fuertes. Puede que alguno o varios de ellos se resguarden en huecos dejados por pelos muertos. Allí esperan pacientemente, alimentándose con lo que sale de las glándulas sebáceas. ¿Y si a través de uno de esos conductos encuentran una vía hacia mi cerebro? Los cráneos tienen grietas precisamente para no quebrarse. Cualquier día podría ir por la calle y caerme muerto al instante: cientos de minúsculas y raquíticas arañas saldrían por las cuencas de mis ojos, por mis oídos...
Pero ¿qué digo? Si eso sucediera, no podría escribir esto. Se me comerían los sesos. Serían... ¡arañas zombie! Nada más ridículo que eso. Mira, voy a enviar el texto ya, porque usar dos teclados a la vez me hace escribir tonterías.
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